Se dice que existía un Sátiro llamado Sileno que siempre acompañaba al dios Dionisio, un día abrumado por la vejez y el vino, terminó por perderse y fue capturado por campesinos, quienes le ataron y lo llevaron ante el rey Midas, en busca de una recompensa por su presa, el Rey, quien ya le conocía, se alegró mucho al verlo, pues tenía así la ocasión de celebrar una alegre fiesta. EL rey libero a Sileno y le pidió que tuviera compasión de los campesinos, Sileno fue liberado y olvido la falta de los campesinos. Se cuenta que Sileno y el rey (que también tenía una gran experiencia con el vino) estuvieron diez días y diez noches de fiesta, tras los cuales el anciano fue devuelto a Dionisio, no sin antes, maravillado por la cortesía y la bondad del rey decide que le concedería un Don, pero que lo meditara con cuidado ya que aquello que él concedía no podía quitarlo.
EL Rey Midas meditó, y se dijo a sí mismo mi pueblo es tranquilo y lleno de gente buena y trabajadora, pero hace falta riqueza, si tan solo pudiera traer riqueza a mi pueblo....
Tras lo cual el rey pidió, convertir en oro todo lo que tocase, Sileno entonces decidió concederle su deseo.
Quebró la ramita de un árbol y la ramita se solidificó convertida en oro puro; levantó una piedra del suelo y ya tenía un pedazo compacto de oro en la mano; si tomaba una manzana del árbol, el fruto se convertía inmediatamente en oro, precioso y brillante.
El rey rebosaba de felicidad, se sentó satisfecho a la mesa lujosamente puesta y adornada.
Deseaba comer algo. La mesa casi se doblaba del peso que soportaba, tan cargada estaba de suculentos manjares y de los mejores vinos. Pero he aquí que cuando quiso probar uno de los manjares, éste se convirtió inmediatamente en oro macizo. El pan y la carne quedaron como petrificados en su boca, no eran ahora más que un metal incomestible, hermoso pero incomestible. Y cuando deseó beber un poco de aquel vino generoso, el oro fluyó garganta abajo. Sólo ahora reconoció cuán insensato había sido su deseo.
Completamente desesperado, rezó una oración dirigida al dios Dionisio, rogando lo liberase de aquella maldición. Y el dios se compadeció de él, diciéndole: "Dirígete a la montaña y busca la fuente del río llamado Páctalo. Sumerge tu desgraciada cabeza y lávala en las aguas de esa fuente".
El rey obedeció al instante esta orden divina; y apenas se hubo lavado su cabeza en las aguas de la fuente cuando la maldición lo abandonó. El agua del río adquirió entonces una coloración dorada, el rey era libre, parecía felicísimo y su locura lo había abandonado junto con su auto impuesta maldición. Desde entonces se dice que el Rio Páctalo tiene entre sus aguas numerosas pepitas de oro.
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