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sábado, 7 de febrero de 2015

El Anillo del Maestro

Un día un joven se acercó con un sabio maestro.

-Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?

 El maestro sin mirarlo, le dijo:
 -Cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizás después... y haciendo una pausa agregó: si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este problema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.

 - E... encantado, maestro- titubeó el joven, pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.

-Bien- asintió el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño y dándoselo al muchacho, agregó:
 - Toma el caballo que está allá afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Ve y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.



El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo.

Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo.

 En el afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta.

Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado, más de cien personas, abatido por su fracaso montó su caballo y regresó.

 ¡Cuánto hubiera deseado el joven tener esa moneda de oro! 

Podría entonces habérsela entregado él mismo al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda.

Entró en la habitación.

- Maestro -dijo- lo siento, no se puede conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera obtener dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.

 - Qué importante lo que dijiste, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuanto te da por él. Pero no importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo. El joven volvió a cabalgar.

El joyero examinó el anillo a la luz del candil con su lupa, lo pesó y luego le dijo:
 - Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.
 - ¡58 MONEDAS! -exclamó el joven.
- Sí, -replicó el joyero- yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé... si la venta es urgente...

El joven corrió emocionado a la casa del maestro a contarle lo sucedido.
- Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo- Tú eres como este anillo: Una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?

Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño.

 - Todos somos como esta joya, valiosos y únicos y andamos por los mercados de la vida pretendiendo que gente inexperta nos valore.



viernes, 20 de septiembre de 2013

Kintsukuroi: La belleza de lo roto

A finales del siglo XV en Japón el Shogún Ashikaga Yoshimasa envió a China un cuenco de té que se había
roto para que lo reparasen. A su regreso, el cuenco había sido reparado usando unas poco estéticas grapas de metal.

Decepcionado por el resultado, buscó entre los artesanos japoneses una forma más estética de reparar la pieza.

Los artesanos japoneses, reconocidos por sus finas y bellas obras decidieron usar laca mezclada con polvo de oro para reparar el cuenco.


El resultado fue tan maravilloso que hubo quienes intencionalmente rompían valiosas piezas sólo para que las
repararan con la nueva técnica, a la cual denominaron Kintsukuroi, o Kintsugui, que quiere decir:
 "Reparar con oro" 

Hay quienes expresan que más allá de la belleza estética de la tecnica Kintsukuroi, existe le belleza de entender que la pieza es más hermosa por haber estado rota.

Es en las grietas de las rocas donde crecen las flores que nadie sembró, que nadie regó, y sin embargo rivalizan en belleza con muchas otras, y aún cuando como las otras flores se marchitan y mueren, aquellas que florecen en la adversidad rara vez desaparecen del todo.

El haberse roto no arruina la pieza, sólo el como decides repararla, o si en el peor de los casos, decides no repararla.



viernes, 17 de agosto de 2012

El Avaro

Cierto hombre avaro vendió cuanto poseía y convirtió su precio en oro, el cual enterró en un lugar oculto, y teniendo todo su ánimo y su pensamiento puesto puesto en el tesoro, iba diariamente a visitarlo, lo que observado por otro hombre fue a aquel sitio, desenterró el oro y se lo llevó.

 Cuando el avaro vino según costumbre a visitar su tesoro, vio desenvuelta la tierra, y que lo habían robado, se puso a llorar y a arrancarse los cabellos. 





Uno que pasaba viendo los extremos que hacía aquel hombre, se llegó a él, y después de informarse de la causa de su dolor, le dijo: 


¿Por qué te entristeces tanto por haber perdido un oro que tenías como si no lo poseyeras? 

Toma una piedra y entiérrala, figurandote que es oro, una vez que tanto te servirá ella como te servía ese oro que nunca hacías uso

sábado, 21 de abril de 2012

El Pescador de Hojas



Eduardo, un buen padre de familia, era pescador en la costa del mar Adriático, pero no alcanzaba a alimentar a sus cinco hijos. 
Una vez pasaron diez jornadas sin que obtuviera un solo pescado. Los vecinos lo lamentaban, pues era trabajador y conocedor de su oficio. En una ocasión el rey Julián, alto y de negro cabello rizado, pasó cerca de la casa del pescador y escuchó que los pequeños se quejaban de hambre. Preguntó qué ocurría y, al conocer los méritos y situación de Eduardo, pensó ayudarlo.


 —Te espero dentro de 3 días cuando atrapes algo con tu red, tráelo al palacio para que lo coloquemos en el platillo de mi balanza. En el otro platillo pondré el mismo peso en monedas de oro para ti —le informó.


 Feliz por la promesa, Eduardo se hizo al mar por tres largos días. Remaba, lanzaba la red y la traía de vuelta al barco. Pero siempre estaba vacía. Desilusionado, tomó la ruta de regreso. 


 Ya en el puerto, echó la red por última vez. Al retirarla encontró una hoja de roble muy dañada por el agua del mar. Su amigo Antonio pasaba por allí. —Llévasela al rey —le recomendó. —Después de todo, fue lo único que pesqué… —respondió Eduardo y se dirigió al palacio. 


Al verlo, el rey comenzó a reír. —Amigo, esa hoja tan liviana no hará que la balanza se mueva ni un poco. Pero hagamos la prueba —le dijo. El pescador puso la hoja sobre el platillo. Para sorpresa de todos, éste bajó como si estuviera cargado de plomo. El tesorero comenzó a poner monedas en el otro platillo. Tuvo que colocar sesenta para equilibrarlos. Eduardo se fue con ellas a comprar todo lo necesario para su familia.


El rey conservó la hoja y convocó a los sabios, que la examinaron por días. Nunca dieron con la explicación de su misterio. Ni siquiera Eduardo alcanzó a saber qué había pasado. 


 El secreto de la hoja dormía en su infancia. El pescador tenía tres o cuatro años de edad cuando un labrador vecino arrancó un pequeño roble que había surgido en los límites de su propiedad. El pequeño Eduardo lo recogió y lo plantó en un sitio que nadie cultivaba. El ahora enorme árbol había aprovechado la oportunidad para agradecer a quien le había salvado la vida.


 —Leyenda albanesa.

miércoles, 4 de enero de 2012

El oro de los tontos

He aqui otra historia de oro y diamantes, espero les guste
Por: Reisen Kast




Se dice que hubo una vez un hombre muy intrépido que gustaba de recorrer el mundo en busca de aventuras y riquezas, y aunque casi siempre hallaba las primeras, las segundas le eran más bien escasas, con algunas muy pequeñas excepciones.


Un día el aventurero escucho que en el norte de América, se habían encontrado grandes depósitos de oro, y que cientos y cientos que llegaban como trabajadores, se iban como grandes magnates y millonarios, por lo que se decidió a ir y probar su suerte en la llamada fiebre del oro.


Llego al lugar en cuestión, y vio que casi todo estaba plagado por otros tantos que, como él, habían llegado con la esperanza de volverse ricos de la noche a la mañana, así que decidió caminar por los alrededores en busca de un lugar más tranquilo para trabajar.


Camino durante un buen rato hasta que llego a un cañada, y en el fondo vislumbro un brillo dorado que reflejaba los rayos del sol, salto las rocas y se apresuro a ver lo que había en el fondo, el fondo de la cañada estaba cubierta por agua pero su profundidad era mínima, un par de pies a lo mucho, pero la corriente de agua empujaba con cierta fuerza. Se acerco más y vio que en fondo había un enorme trozo dorado brillando, era más grande que el puño de un hombre adulto, y su brillo destellaba al compás de los movimientos del agua.


-¡Oro! - Exclamo, e inmediatamente se cubrió la boca esperando que su arranque de emoción hubiera pasado desapercibido.-


Trato de sacarlo del fondo de la cañada, pero estaba bien sujeto al fondo, y no contaba con las herramientas necesarias ya que jamás creyó, encontrar oro y menos de ese tamaño en su primer vistazo. Pensó en ir por sus herramientas y regresar, pero temió que mientras se ausentaba alguien más lo hallara, con la misma facilidad que el, y se lo llevara primero.


Fue entonces cuando recordó que tenia un diamante en su bolso. Era un diamante de considerable tamaño y su único recuerdo de una expedición en Egipto y llevaba años con el, hasta cierto punto le había ganado cierto afecto. Alguna vez había pensado en venderlo pero debido a su utilidad y en cierta forma al aprecio que le tenia, poco a poco había desechado esa idea.


Por la dureza de su composición, lo usaba para las más diversas tareas, a veces la hacia de cuchillo, otras de martillo y de los usos mas descabellados que se pudiera pensar para una piedra de ese valor, pero al ser prácticamente indestructible la joya permanecía sin la más mínima ralladura, en más de una ocasión había demostrado ser de gran utilidad, por lo que siempre lo llevaba consigo.


Sacó a su fiel acompañante y comenzó a desgastar con su borde los trozos de roca que prensaban al pedazo de oro, y poco a poco la roca fue cediendo, hasta que después de varios minutos, la roca termino por ceder y el gran trozo de metal dorado salió por completo, para su mala suerte, en ese momento, una inoportuna corriente lo golpeo arrastrando consigo al diamante y a su trozo de oro, apenas, se puso en pie se abalanzo sobre el la gran pepita, y aunque lo intento no pudo atrapar al diamante, corrió corriente abajo durante algunos minutos, pero fue en vano, el diamante no aparecía por ninguna parte.


Se sintió un poco triste de perder aquella joya, pero se reconforto con su nuevo hallazgo, con esa cantidad de oro, un hombre puede retirarse y dedicarse a una vida de ocio y contemplación, el sacrificio parecía haber valido la pena, se decía a sí mismo.


Regreso al pueblo, donde ya todos empezaban a dar por concluida su jornada, disponiéndose a descansar para intentar mejor suerte al día siguiente. Entró al taller de un joyero y sacando de su bolso el gran trozo dorado, pregunto:


-¿Cuánto ofrece por él?


El joyero lo examino cuidadosamente, y le respondió firmemente


_Dos dólares
-¿Esta usted loco?, ¡Por una pieza de oro de una decima parte de ésta se paga más de 100 veces ese precio!
_Así es, pero lo que usted tiene ahí no es oro amigo mío, es pirita, brilla como el oro, pero no lo es, le llaman el Oro de los tontos.


El hombre sintió que el mundo se le venia encima, había perdido su valiosísimo diamante por una insignificante piedra de hierro y azufre.


Deprimido por su impertinencia, se dispuso a beber para consolarse, hasta que su estado pasó de triste a verdaderamente lastimoso. En su embriaguez contó a todos en el lugar la historia de como había perdido un diamante por un trozo de falso oro.


Fueron pasando los días, y en ocasiones, podía verse por la cañada a aquel hombre buscando el diamante que perdió. La gente en el pueblo se refería a él, en cierto tono jovial como "Quien perdió un diamante, mientras estaba muy ocupado recolectando piedras".

domingo, 1 de enero de 2012

La Historia del Rey Midas

Después de mucho, mucho tiempo, finalmente encontre la que parece ser la verdadera versión del relato del Rey Midas, que aunque ya es por todos conocida (?), creo que es bueno retomarla para ponerla aquí, el mensaje, es un poco distinto al que creerían, espero les agrade, creo que es un cuento muy rico, y la moraleja no es única.







Se dice que existía un Sátiro llamado Sileno que siempre acompañaba al dios Dionisio, un día abrumado por la vejez y el vino, terminó por perderse y fue capturado por campesinos, quienes le ataron y lo llevaron ante el rey Midas, en busca de una recompensa por su presa, el Rey, quien ya le conocía, se alegró mucho al verlo, pues tenía así la ocasión de celebrar una alegre fiesta. EL rey libero a Sileno y le pidió que tuviera compasión de los campesinos, Sileno fue liberado y olvido la falta de los campesinos. Se cuenta que Sileno y el rey (que también tenía una gran experiencia con el vino) estuvieron diez días y diez noches de fiesta, tras los cuales el anciano fue devuelto a Dionisio, no sin antes, maravillado por la cortesía y la bondad del rey decide que le concedería un Don, pero que lo meditara con cuidado ya que aquello que él concedía no podía quitarlo.


EL Rey Midas meditó, y se dijo a sí mismo mi pueblo es tranquilo y lleno de gente buena y trabajadora, pero hace falta riqueza, si tan solo pudiera traer riqueza a mi pueblo....


Tras lo cual el rey pidió, convertir en oro todo lo que tocase, Sileno entonces decidió concederle su deseo.






Quebró la ramita de un árbol y la ramita se solidificó convertida en oro puro; levantó una piedra del suelo y ya tenía un pedazo compacto de oro en la mano; si tomaba una manzana del árbol, el fruto se convertía inmediatamente en oro, precioso y brillante.


El rey rebosaba de felicidad, se sentó satisfecho a la mesa lujosamente puesta y adornada.


Deseaba comer algo. La mesa casi se doblaba del peso que soportaba, tan cargada estaba de suculentos manjares y de los mejores vinos. Pero he aquí que cuando quiso probar uno de los manjares, éste se convirtió inmediatamente en oro macizo. El pan y la carne quedaron como petrificados en su boca, no eran ahora más que un metal incomestible, hermoso pero incomestible. Y cuando deseó beber un poco de aquel vino generoso, el oro fluyó garganta abajo. Sólo ahora reconoció cuán insensato había sido su deseo.



Completamente desesperado, rezó una oración dirigida al dios Dionisio, rogando lo liberase de aquella maldición. Y el dios se compadeció de él, diciéndole: "Dirígete a la montaña y busca la fuente del río llamado Páctalo. Sumerge tu desgraciada cabeza y lávala en las aguas de esa fuente".


El rey obedeció al instante esta orden divina; y apenas se hubo lavado su cabeza en las aguas de la fuente cuando la maldición lo abandonó. El agua del río adquirió entonces una coloración dorada, el rey era libre, parecía felicísimo y su locura lo había abandonado junto con su auto impuesta maldición. Desde entonces se dice que el Rio Páctalo tiene entre sus aguas numerosas pepitas de oro.