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jueves, 2 de septiembre de 2010

El Hombre que fue sentido de la Tierra como ningún otro

Me tarde mucho timpon en poner este en el blog, pero valio la pena, es un cuento que lei en una revista, lo mas seguro es que no este en internet,( lo busque como loco), esta es una de las entradas mas importantes del blog, aunque probablemente nadie entendera el porque, en fin disfrutenla, el autor es Ramon Peña, si alguien lo conoce saludelo y felicitelo de mi parte por tan hermoso trabajo


EL HOMBRE QUE FUE EL SENTIDO DE LA TIERRA COMO NINGUN OTRO 


Ramón Peña

El hombre de cabello oscuro y mirada triste atravesó el jardín de su casa bajo la luna llena; como quería evadir la mirada incivil de los vecinos a través de las ventanas, entró por la puerta de atrás. Era una noche diáfana, despejada, majestuosísima; las estrellas tiritaban como gesticulando, a lo lejos. Había llegado tarde por el azar, acaso el descuido. Había extraviado las llaves. Las había visto por última vez al momento de cerrar la puerta del edificio sombrío donde trabajaba y, mientras saludaba al viejo señor con sombrero de paja y desgastado que vendía objetos antiquísimos cuyo significado desconocía, debió haberlas dejado insertadas en la cerradura. Alguien debió, entonces, tomarlas de ahí, probablemente alguno de sus colegas, pues al regresar a buscarlas habían desaparecido. Recordaba aquella escena con el amargo sabor de boca que deja el vino tinto tras unas horas y no atinaba a precisar si era la maja fortuna o su naturaleza aciaga la que le propiciaba infinitos contratiempos.
Había sido un día largo, más de lo normal; y terrible, más de lo normal. Pero mantenía el buen ánimo, probablemente porque al día siguiente se encontraría con aquella mujer de ojos grandes y desesperados que veía todos los días en el mismo lugar de la misma estación. No conocía nada de ella, ni siquiera su nombre. Y quizá eso era lo mejor. Cuando uno no sabe nada de alguien y son su silueta y su mirada la única evidencia, la imaginación (ave tenaz de largas alas) provee lo más sublime de ésta y nunca iniquidades. Sólo sabía de cierto que el vestido negro ceñido a la cintura le venía mucho mejor que cualquier otro y que combinaba con su mirada reflexiva, que se desvanecía allá, hasta donde llega lo visible. Nuestro infausto personaje dominaba ese arte: evaluar a las personas según su mirada y, en la mayoría de los casos, a pesar de su carencia de intuición, lograba descifrar con precisión las almas revueltas de aquellos a quienes observaba. Una habilidad inverosímil, sobre todo en él.
Subió las escaleras y se dirigió a su cuarto. Se tiró en la cama boca arriba, con el pelo desaliñado y comenzó a fantasear con sus pensamientos. Vivía solo, de modo que contaba con el silencio necesario para hundirse profundamente en sus cavilaciones, al grado de perder de vista la sutil y tenue línea que divide lo real de lo imaginario. Había papeles dispersos sobre la alfombra desgastada por el tiempo. Un escritorio en una esquina llena de libros y anotaciones hechas por él en los últimos días (la inspiración había estado más viva que de costumbre, producto, quizá, del brillo insondable de la mirada de la mujer de la estación; derivado, tal vez, del inicio de un nuevo año y la consecuente mezcla de nostalgia y esperanza que henchía en ese momento su corazón). Contrariamente a lo habitual, había dejado encendida la lámpara del escritorio al dormirse la noche anterior. Lo había notado, por supuesto, ese día por la mañana, pero salió de prisa y contra reloj (como siempre) y no encontró el momento oportuno para apagarla.
Se quedó dormido tumbado transversal-mente sobre la cama. Estaba vestido, con todo y zapatos. Al poco tiempo, comenzó a soñar. Era un sueño muy lúcido, pero incoherente; lívido, pero con un ritmo surrealista e insensato. (Así de incoherente, surrealista e insensata había sido su vida.) De repente, mientras descendía por una colina y tomaba una vereda estrecha y arbolada, se encontró con un viejo que estaba sentado sobre un tronco cuyo rostro estaba oculto por un sombrero viejísimo, similar al que usaba a diario el viejo que vendía chucherías frente al estacionamiento. Éste le afirmó, sin que jamás levantara el rostro para que nuestro personaje pudiera observarle, que había muerto la noche anterior y que se había despertado como si hubiera sido un día normal, porque al separarse la mente del espíritu se suscita una serie infinita de imágenes ilusorias que recrean la vida que ha tenido y en un principio es imposible reconocer la realidad después de la muerte. Añadía, luego de un profundo suspiro, como si fuera a desmayarse, que todo aquel teatro terminaría drásticamente bajo la forma de una eternidad infame y atroz y que no volvería al mundo si no precisaba a cumplir con un último cometido: debía des-pertar a la mañana siguiente y dirigirse al lugar donde encontraba a diario a la mujer de los ojos grandes que tanto le hacía suspirar y debía, como le fuera posible, convencerla de que se casara con él y pasara el resto de sus días a su lado.
Nuestro hombre, perplejo y confundido hasta la insolencia, le contestó que lograr el presunto cometido era el sueño más grande de su vida y refirió la belleza indescriptible y el enigma de la mirada de esa mujer, pero que no comprendía por qué debía lograrlo si ya estaba muerto. Recién terminó de pronunciar estas palabras, la figura del hombre viejo desapareció y el hombre de la mirada triste se halló, sobresaltado, sobre su cama. Era ya de mañana. Se levantó de un salto y se miró en el espejo: se percibía tan "vivo" como siempre.
Recordando las misteriosas palabras del viejo en su sueño, salió atropelladamente de su casa. Tomó el tren que lo había transportado a su rutina durante los últimos cinco años y transbordó en la estación que acostumbraba. Bajó las escaleras eléctricas que le conducían al tren que lo llevaba posteriormente a su trabajo y, antes de pisar suelo inmóvil, alcanzó a distinguir la larga y brillante cabellera de la mujer a la que buscaba todos los días (a veces inconscientemente) en la estación de tren. La vio en la esquina de siempre y llevaba ese vestido negro como de luto que tanto le gustaba. Se acercó lentamente a ella. Jamás habían cruzado una sola palabra, si acaso una mirada.
Sus ojos transmitían una mirada vaga, pero no menos intensa, lo que le daba un aire de quien, a pesar de llevar un buen tiempo buscando, no desiste y espera la ansiada respuesta. Nuestro personaje la notó más hermosa que de costumbre y esto le intimidó. Se acercó con pasos muy cortos, su corazón palpitaba muy rápido y sus manos sudaban. Recordó sus días en la primaria. Cada vez que su madre lo dejaba solo en la escuela, en medio de un montón de chiquillos a los cuales veía distantes y anónimos, se le clavaba en el corazón ese sentimiento de atroz nerviosismo y el ruido nefasto de voces incom-prensibles. Ignoró las voces y siguió adelante. Una vez a su lado, la tocó en el hombro. La mujer de los ojos grandes se volvió hacia él. Reaccionó aturdida, como quien acaba de despertar de un profundo sueño. Abrió los párpados de sus ojos grandes y abstraídos, seguidos de una pregunta que él pudo leer en sus perfectos labios delineados con un suave carmesí, quedándose mudo por un instante. Instante que pareció alargársele hasta el fin del mundo. Cuando hubo recobrado el aliento y sin mencionar su nombre, se dirigió a ella de la siguiente manera: "No nos conocemos, pero llevo tiempo observándote. Todos los días estás en la misma estación, a la misma hora, con la misma mirada que huye al infinito. Mis pensamientos sólo me hablan de ti. Mi corazón no hace sino sufrir por ti. Me pregunto qué piensas cada mañana, qué es lo que provoca esa mirada insondable y misteriosa. He venido a decirte que no podré vivir si no llego a tenerte a mi lado, si no respiro tu perfume, si no acaricio tu cuerpo claro e infranqueable. Eres la mujer más bella para mi alma y ésta no se resigna a no verte. No me preguntes por qué, pero tú significas mi vida. Quiero que te cases conmigo."
La mujer quedó en silencio. No parecía sorprendida, en cambio, le regaló una sonrisa gentil, acaso nerviosa, la cual lo desconcertó hasta la insolencia. Se presentó, entonces, un silencio agonizante y pérfido, repleto de expectativas. Sufría. Sufría mucho. Un viento suave y perfumado jugaba con el cabello de ella.

Irguiéndose y tomando la postura del juez cuyo veredicto es inapelable, le contestó con voz grave: "He tenido un sueño y en este sueño, en medio de una vereda arbolada, un hombre viejo, sin descubrir su rostro, me dijo que llegaría el momento de tomar la decisión más importante de mi vida y de mi muerte" -dando un paso hacía delante, continuó con su relato-, "me ha anunciado que un hombre, de cabello oscuro y mirada triste, se acercaría a mí, descubriría su corazón y me propondría que lleváramos una vida juntos, bajo la única justificación de que yo significo su vida. De mi respuesta dependería la suerte de su destino después de su muerte y mi permanencia en el mundo como un ente vivo. Si mi respuesta fuera afirmativa y aceptara entregarle el corazón y vivir con él, moriría enseguida, sin apenas haber descubierto la prudencia de mi decisión. En cuanto a él, recobraría la vida, que la había perdido, evitando así una eternidad sobrada en deshonra y sufrimiento. Por otro lado, si mi respuesta fuese negativa y rechazo su súplica, yo quedaría en pie y moriría con el cuerpo arrugado en una plácida vejez, una vez que haya conocido el desenlace que fuera diseñado para mí desde el principio de los tiempos, mientras él, henchido en desgracias, tendría un destino confinado en la infamia y la deshonra."
Culminó su mensaje con la boca entreabierta. Por su mirada, se notaba que no encontraba palabras. ¡Y es que no existían las palabras! Súbitamente, nuestro personaje comprendió el truco del viejo que se le apareció en su sueño. No atinaba si a encolerizarse con aquella infausta encrucijada o si a echarse a llorar, como cuando lo hacía parapetado entre las faldas de su madre en sus infelices años de infancia.
Ambos se sumergieron en un breve silencio. Un silencio agonizante. Finalmente, ella profirió: "No son las consecuencias de mis palabras las que me arrebatan la paz. El motivo de mi tristeza, que se sale como una luz gris a través de mis ojos, es el temor ante la posibilidad del descubrimiento que, en efecto, acabo de realizar." La incertidumbre y la ansiedad consumían y paralizaban a nuestro personaje. "Vi tu alma a través de tus ojos. Estoy profundamente enamorada de ti."
La vida agitada, luego desolada, en la estación. Una anciana, tomada de la mano por su nieta, salía de un vagón del tren subterráneo. La vida incansable bajo tierra. La respiración exaltada de ella. Los párpados tensos de él. El palpitar extenuante de sus corazones. La vida misteriosa. El silencio infinito. Una intensa sensación de vida y muerte (la vida agonizante / la muerte revivida) se apoderó de ella. Por un momento, el hombre de cabello oscuro pensó que percibía su miedo que emanaba de los poros de su pálida piel, pero en realidad era el humo, casi imperceptible, que surgía tras el arranque del tren.
"No sé qué hacer", ella volvió a cortar el silencio infinito. "Te amo, pero al aceptarlo y reconocerlo, no viviré para gozarlo." Toda la verdad pasó por delante de él (después de todo, a pesar de su soledad y, a veces, apatía, vivía un romance con la vida y ésta le contaba siempre la verdad). Se dio cuenta de que sabía lo que iba a suceder desde el principio, pero el miedo le había impedido reconocerlo. Comprendiendo lo que debía hacer, y antes de que el temor fuera más fuerte que él, pronunció lo siguiente: "Yo te amo y tú me amas, es una verdad más poderosa que el silencio y el misterio que siguen a la muerte. Quédate tú aquí en el mundo, que yo te buscaré después. No importa el destino que presagió el viejo en rus sueños y que está colmado de injurias, calamidades y deshonra. Me lo ha dicho el viejo a mí también en un sueño que tuve, pero no me animé a confesarlo, porque sé que, más allá de los dictámenes de la vida, si bien es virtuosísima y sapientísima, el hombre guarda, en el rincón más profundo del cofre de sus posibilidades, el don y el poder de escribir la historia que quiere.1 Y yo quiero estar contigo. Así que niégame el estar conmigo, por duro que resulte, y no sufras. Vendré después."
Una lágrima negra rodó por la mejilla de la bella mujer. Después, ésta replicó: "El viejo habló de una eternidad infame. ¿Cómo podrás burlar a la eternidad si ésta es, invariable e indefectiblemente, tan definitiva e inviolable como tú y yo lo sabemos?" 2 Llegaba otro tren a la estación. Se abrieron las puertas, se rompió el silencio. Se cerraron las puertas, minutos después se reanudaba el silencio infinito. "No lo sé", continuó el hombre de mirada triste. "Supongo que es la apuesta de mi vida. No pretendo retarla y luego vencerla. Soy frágil y vulnerable, lo sé. Pero si soy una extensión de la vida y me aferró a ella como las raíces de un árbol a la tierra, creo poder permanecer en el seno de la misma. El mundo vomita a los comediantes, los superfluos, ésos que, como los que están frente a ti (y señaló un grupo de hombres bien vestidos, seguramente bien afincados en el mundo financiero), recorren sus vidas ignominiosamente con portafolio en la mano y no comprenden esa sucesión incesante de días a la que se refieren como vida. Y si he logrado conmover al universo y éste me devuelve una sonrisa, volveré junto a ti, no sé cuándo, pero ten la certeza de que me reconocerás."
Por una suerte que yo, al día de hoy mientras escribo estas líneas, no logro comprender, la mujer erguida frente a él, asintió, pero lo hacía con sus vísceras, ¡con su alma!, más que con su cabeza. "Haré lo que me pides", suspiró -y cerraba los ojos y los abría de nuevo-, "en nombre de mi voluntad y de mi fe ciega en ti, declino la posibilidad de pasar junto a ti el resto de mi vida, en espera de lo que parece imposible..." Se detuvo de golpe y no pudo continuar. Ahora las lágrimas brotaban de sus ojos como los copos de nieve que se forman en lo invisible de las alturas y caen plácida y parsimoniosamente sobre la tierra. Él la abrazó con fuerza contra su pecho. Quería llevarse consigo esa sensación de infinita felicidad el resto de su muerte. Respiraba el enervante perfume de su cabello y apretaba sus manos en señal de promesa, cuando, de repente, una luz cegadora lo transportó de regreso a su cama.
Se despertó con un ligero dolor de cabeza y mucha sed. Tras unos instantes, recordó lo que había sucedido. Se sintió sumamente confundido. ¿Qué había ocurrido? Aquello no pudo haber sido solamente un sueño. Amaneció con la misma ropa que llevaba cuando se quedó dormido. La luz de la lámpara sobre el escritorio continuaba prendida. Se dio cuenta, con espanto, que bajo la lámpara brillaba el metal de las llaves que había perdido el día anterior. Sin reparar en el insólito evento, se paró precipitadamente y se dirigió a la estación.
Al llegar, vio a la mujer parada en la esquina de siempre. Llevaba el mismo vestido negro como la noche que vestía en su sueño (¿realidad?). Se acercó a ella con cautela. Se paró junto a su bella figura y tocó su hombro. "No nos conocemos, pero...." iba a comenzar a hablar. Pero ella le detuvo tocando sus labios con el dedo índice de su mano derecha. Y le dedicó una sonrisa en medio del silencio infinito y el profundo misterio que supone vivir sobre la faz de la tierra.


1 ¿Lo hago yo, acaso, en este momento?
2¿Lo sabemos todos?

1 comentario:

  1. Un cuento bastante interesante y extraño...da mucho que pensar y reflexionar...

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